Feminist Economics in Latin America: Progress and Persistent Gaps

The 21st century in much of the Western world has seen growing awareness of social values such as equity, inclusion, diversity, and environmental stewardship. In terms of gender inequality, notable progress has been made in women’s labor force participation and access to leadership roles. However, these gains have been uneven across regions, indicating that significant challenges remain. n nLatin America has experienced its own trajectory of change. Regional female labor force participation—defined as the share of women aged 15 and older who are employed or actively seeking work—rose from 20% in the 1960s to 40% in the 1990s, reaching 53% today, according to data from the Economic Commission for Latin America and the Caribbean (CEPAL). This shift was driven by multiple factors, including improved educational attainment among girls and women, declining fertility rates, and evolving cultural norms linked to economic development and the spread of new behavioral standards. n nAdvancement is evident not only in numbers but also in the nature of women’s roles. Women are increasingly present in professions once dominated by men. Recent studies indicate a growing presence of Latin American women in executive and leadership positions, scientific research, and public institutions, where many countries have achieved gender parity in public offices. Notably, more women in the region have held presidential or vice-presidential roles than in other parts of the world. n nDespite these gains, deep inequalities persist. Latin America’s vast geographic and cultural diversity results in significant disparities between and within countries. While Mexico and several Central American nations report female labor participation below the regional average, countries like Peru, Uruguay, and others in South America and the Caribbean exceed it. Within nations, rural women face markedly different opportunities and working conditions compared to their urban counterparts, with additional gaps tied to educational attainment. n nSecond, although more women are entering the labor market, occupational segmentation remains high, both horizontally and vertically. Women from low-income households with limited education often work in precarious, low-paying jobs. Even among better-educated women in public and private sectors, most occupy lower-ranking roles, with few advancing to managerial or leadership positions in corporations, government agencies, or universities. Women remain underrepresented in fields traditionally associated with male stereotypes—such as engineering, finance, and construction—while overrepresented in care-related sectors like education and health. n nThird, the region lags behind high-income countries, where female labor force participation averages around 70%. Latin America also has one of the widest gender gaps in the Western world, with male participation exceeding female by nearly 25 percentage points. This disparity stems from both inadequate public policies and cultural norms that reinforce women’s domestic responsibilities. Women in Latin America and the Caribbean continue to shoulder most unpaid household and caregiving work, which hinders labor market entry. Female employment in the region even shows a countercyclical pattern: as per capita income rises—as it did in the first 15 years of the 21st century—female labor participation declines, particularly in low-income households where women’s work is seen as supplementary. n nTo address these challenges, policymakers must expand and deepen gender equity initiatives. Proposed measures include greater labor market flexibility, improved access to quality education for women, expanded childcare services to reduce domestic burdens, broader access to preschool programs, encouragement of girls and young women in science and technology fields, affirmative action policies in both public and private sectors, and efforts to challenge gender stereotypes through positive role models. n nThis is not merely a moral imperative but an economic one. Research consistently shows that women’s labor force participation helps reduce poverty, boost productivity, and introduce diverse, creative perspectives into economic systems. Greater female representation in leadership roles has also been linked to improved organizational ethics, transparency, and financial management. In the public sector, increased female decision-makers correlate with higher social spending on health, education, and environmental protection. n nYet, is increasing women’s labor market presence sufficient? Would a society where all positions are equally divided between men and women automatically be more equitable? Feminist economics suggests the goal extends beyond inclusion and equal opportunity. It calls for the broader recognition of values traditionally associated with femininity—empathy, care, cooperation—versus those labeled masculine—strength, competition, self-interest. These undervalued aspects of life, the school argues, are not just linked to women but to essential human qualities often marginalized in economic models. n nThis perspective invites a reevaluation of women’s progress in the workforce. A phenomenon known as “performative feminism” occurs when organizations adopt loud slogans promoting gender equity without translating them into real inclusion. In such cases, the intent may be symbolic rather than transformative. n
— news from EL PAíS

— News Original —
Economía feminista en América Latina: realidad y cuentas pendientes
En gran parte del mundo occidental el siglo XXI se ha caracterizado por una mayor conciencia sobre la importancia de valores sociales como la equidad, la inclusión, la diversidad y el cuidado del medioambiente. Respecto a la desigualdad de género se han dado logros notables en materia de participación laboral de la mujer y su acceso a posiciones de liderazgo. No obstante, estos han presentado altibajos y características muy diferentes en distintas regiones del planeta, de manera que queda todavía mucho por hacer. n nAmérica Latina no ha sido ajena a este proceso. A nivel regional, la participación laboral femenina –es decir, la proporcionalidad de mujeres de 15 o más años que están empleadas o buscan trabajo activamente– se incrementó desde un 20% en los años sesenta hasta un 40% en los noventa, y a un 53% en la actualidad, según datos de la CEPAL. Este cambio fue impulsado por distintos factores, incluidos el aumento en el nivel educativo de niñas y mujeres, la disminución en la tasa de fecundidad, así como el cambio cultural que vino de la mano del desarrollo económico y la difusión e influencia de nuevas normas de comportamiento. n nEl avance de la mujer en el mercado laboral se aprecia no solo en términos cuantitativos, sino también cualitativos. Hoy en día es más habitual ver a mujeres desempeñándose en todo tipo de profesiones que en el pasado estaban reservadas mayoritariamente a los hombres. Algunos estudios recientes señalan que en América Latina hay cada vez más mujeres ocupando puestos ejecutivos y de liderazgo, así como en ciencia e investigación, mientras que en el sector público la mayoría de estos países ha alcanzado la paridad de género. Además, es notable que en la región más mujeres han llegado a ocupar puestos de presidente o vicepresidente que en otras regiones del mundo. n nPero, si bien lo anterior evidencia una evolución positiva, persisten aún grandes desigualdades. En primer lugar, Latinoamérica posee vastas dimensiones y una gran diversidad geográfica y cultural, lo que se traduce en una fuerte heterogeneidad, tanto entre países como al interior de cada país. Mientras que México y varios Estados centroamericanos exhiben una participación laboral femenina por debajo del promedio regional, otras naciones como Perú, Uruguay y algunos países de América del Sur y el Caribe presentan participaciones superiores a la media. Mientras tanto, al interior de cada territorio resalta la disparidad de oportunidades y condiciones laborales que enfrentan las mujeres que habitan zonas rurales en comparación con las que residen en zonas urbanas, así como la brecha que existe por nivel educativo. n nEn segundo lugar, aun cuando las mujeres latinoamericanas acceden hoy en mayor medida al mercado laboral, se aprecia un alto grado de segmentación, tanto vertical como horizontal. Muchas mujeres de hogares pobres y con menor nivel educativo participan en trabajos precarios, de baja calidad y baja remuneración. Por su parte, las de mayor nivel educativo, con empleos tanto en el sector público como privado, tienden a concentrarse en puestos de menor jerarquía, siendo una proporcionalidad minoritaria la que alcanza cargos directivos y posiciones de liderazgo en empresas, organismos gubernamentales y universidades. También la mujer continúa subrepresentada en áreas tradicionalmente asociadas con estereotipos masculinos como las ciencias, las finanzas y la construcción; mientras que su participación se acentúa en sectores asociados con los “cuidados”, como la educación y la salud. n nEn tercer lugar, existe un rezago notable en relación a los países de altos ingresos, donde la participación laboral femenina alcanza, en promedio, al 70%. Además, la brecha de género en América Latina es una de las más altas de Occidente, pues la participación laboral de los hombres supera a la de las mujeres en casi 25 puntos porcentuales. Esta situación se explica tanto por políticas públicas insuficientes como por normas culturales que refuerzan el rol de la mujer en el ámbito doméstico. Las mujeres latinoamericanas y caribeñas son, en efecto, mayoritariamente responsables por las tareas no remuneradas del hogar y de cuidado, lo cual dificulta su inserción en el mercado laboral. De hecho, el empleo femenino en la región exhibe un comportamiento contracíclico: a medida que aumenta el ingreso per cápita –como ocurrió en la primera década y media del siglo XXI– disminuye la participación laboral femenina, ya que, especialmente en los hogares de bajos ingresos, el trabajo de la mujer es considerado como un aporte secundario. n nPor todo lo anterior es necesario continuar ampliando y profundizando las políticas destinadas a promover la equidad de género en la región. Entre las medidas propuestas se citan un incremento de la flexibilidad laboral, el acceso de las mujeres a una mayor y mejor educación, la oferta de servicios de cuidado para aliviar la carga doméstica, la expansión de servicios preescolares, un estímulo a la participación de niñas y jóvenes en áreas de ciencia y tecnología, políticas de acción afirmativa en el sector público y privado, y la difusión de modelos que reduzcan los estereotipos de género. n nNo se trata solo de una cuestión de justicia y equidad, sino que existe un argumento económico: numerosas investigaciones han demostrado que la participación de la mujer en el mercado laboral es clave para reducir la pobreza, incrementar la productividad y aportar una visión distinta y creativa al entramado de la economía. Además, respecto al ascenso a puestos directivos y de liderazgo, se ha encontrado evidencia de que una mayor participación de la mujer redundan en un impacto positivo sobre las prácticas éticas y la transparencia a nivel de las organizaciones, así como en un mejor manejo financiero. En el sector público, por ejemplo, una mayor presencia de mujeres en la toma de decisiones está positivamente correlacionada con un incremento en el gasto social en salud, educación y protección ambiental. n n¿Es suficiente, sin embargo, conformarse con el aumento de la participación femenina en el mercado laboral? Una sociedad utópica en la que todas las posiciones estuvieran distribuidas de manera simétrica entre hombres y mujeres, ¿sería más equitativa? Según el enfoque de la economía feminista, el argumento no se limita a una mayor inclusión de la mujer en la esfera del trabajo y a una equiparación de oportunidades entre personas de distinto género, sino que es importante la expansión de los valores feministas para construir una sociedad más justa y humanitaria. Para esta escuela, lo que resulta desvalorizado o marginalizado no es solo la mujer, sino aquellos aspectos de la vida tradicionalmente categorizados como “femeninos” –la empatía, el cuidado o la cooperación–, en contraposición a atributos interpretados como “masculinos” – la fortaleza, la competencia o el cálculo interesado. n nLo anterior nos lleva a reflexionar sobre el progreso de la mujer en el ámbito del trabajo desde una perspectiva diferente. Existe, por ejemplo, un “feminismo declamatorio”, que ocurre cuando, a nivel de organizaciones o comunidades, se adoptan consignas y lemas estridentes en favor de la equidad de género, aunque en los hechos no se traducen en una mayor participación de la mujer u otras minorías, sino que su propósito es meramente de maquillaje.

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